La presunción de inocencia es un derecho que ha ido
evolucionando junto con la ciencia jurídica; desde tiempos remotos se hablaba
de ella en la antigua Roma. El jurista Ulpiano sostenía que “nadie debe ser condenado por sospechas,
porque es mejor que se deje impune el delito de un culpable, que condenar a un
inocente”; posteriormente, el marqués de Beccaria en su famosa obra “Tratado de los delitos y las penas”
advertía que: “ningún hombre puede ser llamado culpable
antes de la sentencia del juez”. Como podemos notar, ambos pensadores,
bastante adelantados a su época, ya anunciaban la necesidad de reconocer la
presunción de inocencia para evitar arbitrariedades o tratos injustos sobre la
persona de quien se seguía un proceso jurisdiccional.
La presunción de inocencia constituye la máxima garantía
constitucional del imputado, que permite a toda persona conservar el estado de
“no autor del delito” en tanto no se expida una resolución judicial firme; por
lo tanto toda persona es inocente, y así debe ser tratada, mientras no se
declare en juicio su culpabilidad. La formulación “nadie es culpable sin una sentencia
que lo declare así” implica que: solo la sentencia tiene esa virtualidad; al
momento de la sentencia solo existen dos resultado: inocente o culpable; la
culpabilidad debe ser jurídicamente construida, y esa construcción implica la
adquisición de un grado de certeza; el
imputado no tiene que construir su inocencia y no debe ser tratado como
culpable; y que no deben existir ficciones de culpabilidad, es decir,
partes de la culpabilidad que no necesitan ser probadas.
Todos asistimos en los últimos días a la denuncia terrible de
una mujer, que denunciaba públicamente a un hombre por violación. Aclaro de
ante mano que soy papá de una nena de dos años, soy hijo, soy hermano, soy
esposo y amigo de muchísimas mujeres; y que de ser cierta la acusación elegiría
el peor de los castigos contra el autor de dichos actos. Es más, si la víctima
fuera mi hija y se demostrara la culpabilidad del agresor, dedicaría el resto
de mi vida en la planificación de la venganza. Pero hoy no vengo a defender
violadores, vengo a hacernos reflexionar sobre si ¿es correcto o no el juicio
público mediático? Donde una persona ya es culpable de ante mano, juzgado por
un colectivo de gente que se embandera detrás de la víctima y que sin importar
la verdad ya emite juicios hacia un ya culpable.
¿Se vuelve de un escrache social de semejante envergadura? Si
es culpable debiera arder en el infierno y conocer el séptimo círculo del
dante. ¿Y si no? La verdad, mis queridos hermanos, esta sociedad ya hizo su
juicio y poco importa el veredicto del juez. Porque, al menos yo, que me
considero totalmente imparcial a este hecho, tengo clavada en mi pecho la peor
de las dagas: la DUDA.
La verdad se retuerce y agoniza en la duda. Porque en estos
casos nunca se podrá conocer la verdadera verdad (hoy tenemos dos verdades
contrapuestas: la de ella y la de él); y un mar de especulaciones basadas en
los miles de opinantes en esta argentina tan poco criteriosa. Porque hoy hay
que demostrar la culpabilidad de este personaje, ya que su inocencia se
presume. ¿Y si es culpable y no hay suficientes pruebas? ¿Y si es inocente por
el mismo motivo? Ya no importa…y saben ¿por qué? Por la duda. Este personaje ya es culpable aunque un
tribunal lo declare inocente. Ya que en todos quedará este antecedente que
dividirá nuestras conciencias en dos bandos: los que le creen y los que no.
Lo terrible es que la verdad ya no importe. Que el principio
de justicia este tan descreído que a nadie le interesa llegar a él. Que nuestros
jueces empachados de letargo y empapados de corrupción ya no son tenidos en
cuenta. Que la justicia ya no es justicia si el pueblo no la va a tomar como
una verdad. Que una sociedad sin justicia peligra de anarquizarse.
En este caso y en tantos otros en donde lo que prima es la
duda: ¿se hará justicia?
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